El Tribunal Supremo de Justicia venezolano en el exilio


¿Qué debe entenderse por «gobierno»?

En la denominada definición axiomática de Estado, presente en todos los manuales de derecho constitucional, se expresa poco más o menos que el Estado es un ente social que se forma cuando sobre un determinado territorio se establece una comunidad humana que se autoidentifica, se autoorganiza jurídica y políticamente y se somete voluntariamente a un gobierno.

Allí se encuentran las bases del Estado, dentro de la perspectiva del constitucionalismo moderno, que incluyen la idea de Estado de Derecho, autodeterminación y soberanía popular y principio democrático.

Pero en lo que ahora deseamos poner el ojo, sin menoscabo del indefectible respeto y promoción de los derechos humanos, es en el alcance de la palabra gobierno, tal como concebida en tal definición.

En efecto, si en sentido restringido por gobierno suele entenderse el Poder Ejecutivo, o más precisamente su estrato superior, digamos Presidente de la República o Primer Ministro y sus colaboradores inmediatos ministros o secretarios, es lo cierto que en sentido amplio, que es el que nos interesa aquí, la palabra gobierno se empareja con las nociones de poder público (constituido) o de poder político, dentro del espíritu del principio de separación de poderes.

De esa manera, cuando hablamos dentro de los elementos existenciales del Estado, del territorio, del pueblo y del gobierno, estamos comprendiendo el sentido amplio de este último, que lo asimila al poder público constituido, es decir, que tenemos allí al Poder Ejecutivo (gobierno en sentido restringido y administración pública, desde el Presidente de la República o Primer Ministro, descendiendo en la línea jerárquica); al Poder Legislativo (Parlamento. Congreso o Asamblea Nacional); y al Poder Judicial (Corte o Tribunal Supremo de Justicia); para mantenernos sintéticamente dentro de la trilogía clásica del poder público.

¿Qué debe entenderse por «gobierno en el exilio»?

Este breve repaso ha sido menester para poder introducirnos con mejor pie en el fenómeno de los gobiernos en el exilio, ejemplos de los cuales plenan la historia del planeta, particularmente pero no unidamente tras o durante procesos bélicos, guerras internacionales, golpes de Estado y revoluciones de todo signo.

En este orden de ideas, si echamos la mirada sobre la historia mundial y refrescamos nuestros recuerdos, habremos de admitir que la expresión «gobierno tal en el exilio» nos resulta familiar y no nos sorprende en absoluto.

A nuestras mentes vendrán a título meramente ilustrativo, por ejemplo, los casos de los Gobiernos en el exilio de Checoeslovaquia, Polonia, Luxemburgo, Bélgica, etc., durante la Segunda Guerra Mundial por la ocupación Nazi, dentro de los cuales el más conocido es el de Francia, presidido por el General Charles de Gaulle con sede en Londres, de 1940 a 1944; el Gobierno Provisional para una India Libre establecido en Singapur en 1943; el Gobierno de Kuwait en el exilio, con sede en Arabia Saudita tras la invasión iraquí en 1990; el Gobierno de la Segunda República Española en el exilio, ubicado en México y luego en París, entre 1939 y 1977, contra la dictadura franquista; el Gobierno Tibetano en el exilio, conducido por el Dalai Lama en la India desde 1959, por la ocupación china; y tantos casos más, pasados y actuales.

Interesante sería estudiar la situación del gobierno de Venezuela entres 1811 y 1824, desde la declaración de independencia y hasta la batalla de Carabobo que la consolidó, que estuvo itinerante dentro de espacios temporal o definitivamente liberados durante la guerra, pero que también operó desde Haiti, Jamaica y otros lugares, teniendo el reconocimiento, al menos, de Inglaterra y de Francia.

Podemos observar que el denominador común radica en tratarse de grupos políticos con la suficiente fuerza como para proclamarse y ser tenidos por sus connacionales como el poder legítimo de su país, pero sin capacidad real de ejercer el control sobre los territorios que les corresponden, generalmente gobernados de facto por ocupaciones extranjeras o por regímenes autoritarios nacionales, que se instalan y funcionan en otros países, con cierto y no desdeñable reconocimiento internacional, y con el objetivo algún día de regresar y ejercer el poder de manera legítima.

Ahora bien, si juntamos el tema práctico de los gobiernos en el exilio con la idea teórica de gobierno con cuyo análisis iniciamos estas líneas, podemos observar que en la casi totalidad de los casos los gobiernos en el exilio son entidades políticas que se asocian con la noción de jefatura de Estado, por lo que suelen reducirse al sentido estricto de la palabra gobierno, siendo entonces Poderes Ejecutivos. Así, quienes los dirigen, sean presidentes, reyes, jeques, etc. aspiran y logran ser tenidos como los representantes legítimos y legales de sus respectivos Estados, es decir, ser vistos como los jefes de Estado correspondientes.

Pero, ¿acaso eso significa que no pueden existir gobiernos en el exilio que sean gobiernos en sentido amplio? Es decir, no puede un gobierno en el exilio estar integrado por las tres ramas clásicas del poder público? Ante todo aclaremos que si se trata de una monarquía absoluta la que se encuentra «gobernando» en el exilio, al concentrar todas las funciones estatales tendríamos allí, aunque con eficacia relativa, también a los Poderes Legislativo y Judicial (caso Kuwait por ejemplo).

Asistimos a un gobierno en el exilio de carácter democrático, lo cual exige una separación orgánica e institucional del poder en sus tres ramas clásicas, lo más probable es que, dentro de los límites de su menguada eficacia y jurisdicción, las funciones legislativa y judicial sean asumidas por el Poder Ejecutivo por alguna derivación de la figura de estados de excepción y la noción de estado de necesidad. Aunque obviamente no se excluye que bien puedan establecerse en el exilio bien separadas las tres funciones estatales con sus estructuras organizativas diferenciadas, pues conceptualmente nada se opone a ello.

Por tanto, lo que cabe en este momento preguntarse es si es posible que en lugar de un gobierno (en sentido estricto o en sentido amplio), lo que este en el exilio sea un Poder Legislativo o un Poder Judicial, es decir, un Parlamento o una Corte o Tribunal Supremo de Justicia.

El sustrato indispensable para poder avizorar semejante escenario, no podría ser otro que aquel en el cual quien ejerce el poder efectivo en el territorio del país afectado es el Poder Ejecutivo, o gobierno en sentido estricto, y lo hace en condiciones de autoritarismo e incluso de totalitarismo, violentando la Constitución en un Estado Constitucional y Democrático de Derecho, usurpando o tornando nugatorias las competencias de los órganos legislativos y judiciales, menoscabando la autonomía e independencia de esas ramas del poder público, cuyos representantes legítimos se verían así compelidos, incluso en protección de su libertad y de su vida, a asilarse o refugiarse en otro país, pero que sin reducirse a la protección privada de sus personas, optan por establecerse en colectivo como Poder Legislativo o Poder Judicial en el exilio, bajo las mismas condiciones exigidas por el derecho internacional a un gobierno tradicional en el exilio, dentro de las cuales destaca la del reconocimiento de otros Estados acerca de su legitimidad.

En este sentido podemos observar la situación del Parlamento Tibetano en el exilio, instalado en la India como el gobierno tibetano (ejecutivo), y cuyos miembros son electos por los tibetanos que se encuentran en el exterior. E igualmente la del Parlamento Kurdo operando en Bélgica desde 1995. Y por supuesto las terribles vicisitudes del Medio Oriente y las peripecias para volver a reunir al Parlamento Palestino en el exilio.

Y ¿qué decir de un Poder Judicial en el exilio? Nos referimos, insistimos, a un Poder Judicial aisladamente considerado.

Pues lo primero que al parecer es un hecho, quizás por cuanto a diferencia de los órganos ejecutivos y de los órganos legislativos, los tribunales han de actuar con miras exclusivas en el derecho sin ser entidades de carácter político, es que se trata de una circunstancia sin precedentes, al menos hasta este año 2017, como veremos.

No obstante recordemos que ello es perfectamente posible, desde la perspectiva teórica, por cuanto el Poder Judicial, en conjunto con el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, integran la idea de gobierno en sentido amplio, el cual puede estar totalmente en el exilio, o incluso en solo alguna o algunas de sus ramas tradicionales.

Así, si el Poder Judicial, particularmente en cuanto concierne a las altas cortes de justicia, Cortes y Tribunales Supremos de Justicia, ha solido en la historia ser confiscado y usurpado por los regímenes autoritarios, a fin de convertirlos en órganos de represión y control político de la sociedad, de modo de amedrentar a los opositores, adversarios y disidentes, como lo hemos visto a lo largo de la historia, con personajes que olvidando la razón libertaria de ser de un juez, terminan siendo sumisos y complacientes colaboracionistas del dictador o grupo opresor en el poder, como el Tribunal del Imperio durante el Tercer Reich alemán, entre otros muchos, no es inconcebible que personas que entiendan su rol de juez como protectores de los derechos humanos y garantes del Estado de Derecho, legítimamente constituidos, enfrentados a un Poder Ejecutivo autoritario que pretenda manejar a la Corte o Tribunal Supremo de Justicia a su antojo, o usurpar sus funciones con peligro para sus vidas y libertades, migren y se instituyan en el exilio.

El Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela en el exilio

En este orden de ideas el tema no solamente es posible desde el punto de vista teórico y conceptual, como lo hemos argumentado, sino que se ha tornado en una realidad en la ocurrencia, en la situación venezolana actual.

En Venezuela hay un Poder Judicial cautivo, sin la independencia constitucionalmente prevista en garantía de las libertades y los derechos humanos de las personas, integrado por jueces que en su gran mayoría no son titulares, sino temporales y provisorios, sin carrera ni estabilidad, herramienta represiva del régimen autoritario enquistado en el Poder Ejecutivo, mediando la actuación arbitraria de las personas ilegítimamente designadas en diciembre de 2015 como magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, sin cumplir el procedimiento constitucionalmente previsto por parte de la legislatura saliente progobierno, y sin llenar los requisitos mínimos para ser magistrados, estando vinculados ideológicamente con el gobierno, con menoscabo de las garantías constitucionales del juez independiente, imparcial y natural.

Lo que precede, lejos de ser una opinión personal, es un hecho evidenciado por la serie de sentencias jurídica y éticamente cuestionables dictadas particularmente por las Salas Constitucional y Electoral, durante 2016 y 2017, que han irrumpido contra el principio de separación de poderes y la soberanía popular, al inventar un fantoche mal denominado «desacato», aplicado al Poder Legislativo derivado de la elección de diciembre de 2015, con mayoría calificada opositora, privando a la Asamblea Nacional de sus facultades constitucionales con evidente usurpación de poder, todo al servicio del gobierno autoritario1.

Frente a ese estado de cosas la Asamblea Nacional decidió ejercer sus facultades constitucionales de designación de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, luego de declarar nulo el procedimiento amañado indicado, cumpliendo a cabalidad con el iter debido y recayendo los nombramientos en personas aptas, con los requisitos constitucionales y legales para ser magistrados, y sin dependencia o militancia partidista, y el gobierno autoritario ripostó anunciando que encarcelaría a elegidos, y efectivamente privando de la libertad a cuantos pudieron, pues los demás se han repartido entre quienes están en la clandestinidad en el país, y los que lograron migrar y asilarse. Previamente el gobierno había hecho que su Tribunal Supremo de Justicia títere dictara la sentencia Nro. 545, pretendiendo anular el proceso de designación.

De este modo, los magistrados entonces claramente legítimos, no solo por reunir sin ambages los requerimientos para ello, sino particularmente por haber sido designados siguiendo a cabalidad el procedimiento previsto en la Constitución y en la ley para ello, y por la autoridad que corresponde, no únicamente desde el ángulo del derecho, sino también desde la consideración política, por tratarse de la nueva mayoría calificada surgida del proceso electoral legislativo de diciembre de 2015: la Asamblea Nacional instalada para la actual legislatura que va de 2016 a 2020, decidieron, en salvaguarda de sus vidas y de su libertad, salir a como fuera lugar del país e instalar, quizás por primera vez en la historia planetaria, el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela en el exilio.

Y como hemos visto, el elemento más importante a tener en cuenta, en lo que toca a su viabilidad y eventual eficacia de sus decisiones, más allá del romanticismo que el hecho en si implica en cuanto a la lucha del ser humano por reconquistar la libertad de su pueblo, reimplantar la autodeterminación popular y restablecer el gobierno legítimo y democrático del país, es que la iniciativa ha tenido apoyo y reconocimiento internacional, tanto por la Organización de Estados Americanos (OEA) como por una serie de Estados.

Recordemos: más de 50 países rechazan la asamblea constituyente y declaran al gobierno fuera de la democracia; países asilan magistrados designados constitucionalmente por la Asamblea Nacional; USA y Unión Europea dictan sanciones económicas a altos funcionarios; Mercosur suspendió a Venezuela; Alto Comisionado ONU para los DDHH exhortó finalizar las detenciones arbitrarias; etc. Destaquemos la Declaración de Lima del 8 de agosto de 2017, condenando la ruptura del orden democrático y especialmente respaldando la Asamblea Nacional democráticamente electa, suscrita por Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú.

Primera y trascendental sentencia desde el exilio

Dos fechas centrales marcan el inicio de este Tibunal Supremo de Justicia en el exilio. Primero la del 21 de julio de 2017, día en el cual, con el apoyo decisivo del ente que tiene a su cargo velar por el respeto hemisférico de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre2 de 1948, que es la Organización de Estados Americanos, se instaló oficialmente en esa sede en la ciudad de Washington, Estados Unidos de América, el Tribunal Supremo de Justicia de Veneauela en el exilio.

Y luego, la del 25 de octubre de 2017, día en que el Tribunal Supremo de Justicia de Veneauela en el exilio dictó su primera sentencia, expediente Nro. 0001/2017, en Sala Constitucional y con ponencia del Magistrado Miguel Angel Martín Tortabu, por medio de la cual se anularon por violar la Constitución los Decretos Nros. 2.830 y 2.832 del 1 de mayo de 2017, por los que «quien funge como» Presidente de la República convocó un proceso nacional constituyente y designó una comisión de elaboración de las bases comiciales, y se declaró la ineficacia de la Asamblea Nacional Constituyente de facto y la de todos sus actos, por estar incursa en fraude constitucional; se activa la resistencia y la desobediencia pacífica del pueblo llamando al desconocimiento de la tal asamblea; y, se insta a la Sala de Casación Penal a determinar las responsabilidades que correspondan a quienes han participado en este fraude; mientras se convoca el apoyo internacional.

Se trata entonces de un fallo judicial de extraordinaria trascendencia, a pesar de que para algunos no tendría efecto jurídico3, con base en la idea de que para la validez legal de sus actuaciones el ente en cuestión ha de obrar dentro del territorio nacional y cumpliendo ciertas formalidades legales. Sin embargo, a nuestro juicio se trata de extremos aplicables en condiciones de normalidad que no pueden estirarse a supuestos como estos, en los que podríamos hablar de estado de necesidad y, por ende, de no exigibilidad de otra conducta, pues de lo contrario esas personas pondrían sus vidas y libertad en peligro, sin olvidar que se deben al mandato otorgado constitucionalmente por el representante legítimo del soberano, dentro de un marco además de justicia sin formalismos inútiles. Ésta, asumimos, es la interpretación más cercana a la vigencia del principio pro homine.

¿Acaso de estar en el país, instalándose en la clandestinidad, sus decisiones serían eficaces? Pues a nuestro criterio no es de validez sino de eficacia de lo que se trata.

Entonces habría que cuestionar a la historia y a la actualidad y preguntarse si fueron eficaces las decisiones del Gobierno de Francia en el exilio entre 1940 y 1944, o si son eficaces las decisiones del Dalai Lama o del Parlamento Tibetano en el exilio desde 1959 y hasta hoy en día.

Duda no cabe que esas decisiones lo han sido y lo son, aunque dependiendo de las circunstancias las consideraciones sobre eficacia han de estudiarse casuísticamente. Además, no porque una decisión de una autoridad legítimamente constituida (acorde a las condiciones respectivas) no pueda ejecutarse compulsivamente de forma inmediata, resulta por ello menos eficaz o sin eficacia alguna, pues todo dependerá de la evolución de los hechos, hasta el momento en que se recobre la libre autodeterminación popular, se restablezca la democracia y las nuevas autoridades hagan ejecutar las decisiones pendientes.

1 Entre muchos trabajos al respecto se recomienda el estudio intitulado «El Tribunal Supremo de Justicia Venezolano: un instrumento del Poder Ejecutivo», Comisión Internacional de Juristas, 2017.

https://www.icj.org/wp-content/uploads/2017/09/Venezuela-Tribunal-Supremo-Publications-Reports-Thematic-reports-2017-SPA.pdf